jueves, 31 de diciembre de 2015

Chinga tu madre 2015

2015 estuvo de la chingada. Pasé las últimas 36 horas pensando en una forma de decir lo anterior con palabras más elegantes, pero me fue imposible. Quizás eso es parte del problema también.

Toda la vida me ha cagado festejar el año nuevo o tomarlo como un pretexto para hacer resúmenes, balances, análisis y cuanta cosa hace la gente para expiar sus fracasos y presumir sus logros, pues no es más que una fecha en el calendario y el inútil que soy ahora no se borrará cuando terminen las 12 campanadas del reloj. Prefiero contabilizar mi vida en mundiales de futbol, como en aquella tan poco valorada película mexicana Días de Gracia, pues he aprendido a proyectar los acontecimientos de mi vida en los esfuerzos de otros, en este caso 23 güeyes de verde, blanco y rojo que nunca han conseguido nada.

Sin embargo y siguiendo con la analogía futbolera, pensé que siendo el 15 el número del Matador Luis Hernández la suerte estaría de mi lado. Lamentablemente la suerte no tiene nada que ver aquí. “Sin talento no busques grandeza, porque nunca la vas a tener”, cantan Los Tigres del Norte en el corrido de El Jefe de Jefes, y yo descubrí este año que definitivamente no lo tengo; que si dependía del destino, éste se está pasando de lanza conmigo. Y yo, que nunca he sido partidario del esfuerzo, terminé por aceptar que bale berga la bida, como dice la sabiduría popular del Facebook.

En casi todos los aspectos de mi vida este año fue una porquería. En lo profesional 2015 fue el año del fracaso; perdí mi columna, la Dialéctica Macuarra, esa con la que intenté construir un nombre en el periodismo que mis carencias como reportero jamás habrían permitido formar. Perdido en el anonimato, terminé por aceptar que mi lugar está lejos de las grandes historias, porque he demostrado una y otra vez mi incapacidad para contarlas. Sí, hay un libro ahora mismo en las tiendas de todo el país con mi nombre entre la lista de autores, pero es una lista muy larga, persiguiendo una causa con la que no comulgo y comparando todos los textos escritos sobre el caso policiaco más importante de la década en México, el mío es el relato más gris de todos. Hojas en blanco y fotos mal tomadas, ese es mi resumen laboral.

En todo el año no le dirigí ni una palabra a mi hermano, no sé si mi papá sigue vivo y sé que mi mamá me tiene miedo, en más de una manera. Actualmente mi perro es mi único amigo y hasta él a veces me gruñe y ha amenazado con arrancarme un brazo. No soporto a la gente y ahora hasta la soledad me harta, pues ya ni conmigo sé estar.

En 2015 di el viejazo. Ese declive físico por el que todos pasan de los 40 a los 50 yo lo di a los 31, con cansancios que me impiden levantarme de la cama por dolencias invisibles. Nunca en mi vida me había visto peor que ahora, ni siquiera cuando era cholo-adolescente y me peinaba como Gokú e iba a la secundaria pública a oler marcadores de aceite, o cuando usaba frenos en los dientes y me hice chinos para parecer Memo Ochoa y más bien terminé pareciéndome al Buki en drogas; hasta extraño aquellos tiempos en los que me dio varicela siendo adulto y parecía La Mole con cabello largo. Definitivamente este año será recordado como aquel en el que me di cuenta que mi juventud se había perdido, junto con la mitad de mi guardarropa, compuesta de prendas que nadie cree que alguna vez me quedaron.

Momentos rescatables, muy pocos. Soy rutina y lo peor de todo es que ya se me fueron las ganas de cambiarlo. Simplemente se me agotó la fuerza y la pasión para hacer cualquier cosa. Clínicamente no, pero se podría decir que ya estoy muerto. 2016 es el año del inicio de mi putrefacción.

¡Chá!



jueves, 24 de diciembre de 2015

Un cuento de Navidad

Abstraído de toda realidad por culpa del éxtasis reguetonero de J. Balvin y Farruko, a cuya rola no le he puesto atención pero seguro es denigrante de varias maneras para las mujeres que la bailan vehementemente, no me di cuenta a qué horas ni cómo me le metí al conductor de un Chevy dorado, que se deshacía en mentadas de madre insonoras en mi espejo retrovisor, que de no ser por el dedo medio extendido en ambas manos y la inconfundible señal de ‘cremas’, yo jamás hubiera entendido.

Fue un movimiento sutil y dentro de las normas, porque hasta la direccional recuerdo haber puesto, pero hay ciertas personas que se ven ofendidas cuando se ven detrás de alguien sin poder evitarlo con un acelerón más violento, como si sus testículos se encogieran por dejar pasar a alguien. En fin, que ante las agresiones yo no tuve de otra más que sonreír y saludar al de atrás, porque es Navidad y uno sólo puede desear buenas cosas en esta época.

Lamentablemente no todos piensan así, pues cuando el tráfico avanzó el conductor del compacto hizo una imprudente maniobra para quedar enfrente de mí, frenar de repente en la siguiente luz roja y salir del auto para hacérmela de pedo. Yo, con la misma frialdad mi aire acondicionado, bajé la ventanilla para apreciar más claramente su habilidad para conjugar leperadas con amenazas de golpizas inclementes.

Ante la inevitabilidad de algún daño a mi vehículo por sus amagos de patadas de punterazos rompeuñas, salí del auto para contestar su “no sabes con quién te metiste” con un contundente “tú tampoco”, mientras incorporaba mi 1.80 de estatura ante su mirada, que de repente se tornó vacilante, porque además con la ropa que uso ahora para ocultar cuan pasado de tlacoyos estoy, puedo bien aparentar mamadez quiebraculos.

El güey aún así me quería mascar el escroto y antes de que cayera el primer madrazo, le hice ver su desventaja señalando que sobre el toldo de su unidad había cuernos de reno hechos con alambre y fieltro barato de color café, acompañados de un círculo rojo en su parrilla a manera de nariz de Rodolfo, adornos que no sólo son nacos sino que ya hasta pasados de moda están, pues esas madres ya ni los taxistas pantera las usan.

Vaciló un momento y se tomó otro instante para voltear a ver su coche y le cayó el veinte de lo infinitamente ñero de su persona. Así, sin soltar un solo codazo, ambos seguimos nuestro camino.

¡Feliz Navidad!

sábado, 19 de diciembre de 2015

Taaa tann tara tataa ta tara ta taaaaaaan

Aún si desde el tráiler nos hubieran dicho que el malo Kylo Ren era hijo de Han Solo y Leia, y que en algún momento iba a tener que matar a su padre; que Luke Skywalwer aparecería sólo hasta el final frente a Rey, que muy probablemente es su hija a juzgar por la Fuerza que hay en ella; que el Imperio se niega a morir, que hay una estrella de la muerte 20 veces más grande que la que ya se conocía y que puede destruir cinco planetas de un madrazo, además de que el robot BB-8 es más adorable que la ardilla de La Era del Hielo, todos iríamos a verla, porque Star Wars es importante y trascendental en la vida de todos los ñoños y no tan ñoños, con spoilers o sin ellos.

Se estrenó El Despertar de la Fuerza el jueves a las cero horas y yo estuve ahí, vestido de jawa con mi chesco gigante en vaso conmemorativo, sin ninguna pena porque todos en el cine traían atuendos más ridículos que el mío y con mucho menos presupuesto, pero compartiendo la emoción de quien verá la continuación de una historia épica en un mundo de añoranza que le da sentido a nuestras patéticas vidas terrestres.

Cinemex y Cinépolis deben estar muy enojados, porque desde que empezó la película todos nos zurramos en nuestros asientos por lo menos en cuatro ocasiones. Debió ser el estreno más molesto de presenciar, porque nadie se quedaba callado; parecía un partido de futbol en el que desde la butaca se echaban porras y se sufría, para acabar en un aplauso de pie, como si aquel gordo de bigotito indígena hubiera visto Turandot en el Metropolitan Opera House de New York y no la nueva de La Guerra de las Galaxias en un cine ñero en Tultitlán.

Han pasado 30 años desde la Batalla de Endor (la de los ewoks) y la República no ha podido ser instaurada. Como en la vida real, después de una revolución viene un periodo de incertidumbre, remanentes de una guerra civil entre quienes siguen fieles al régimen y se niegan a ceder el poder que tenían, y entre aquellos que deben empezar a formar un nuevo gobierno desde cero. Ya no hay Imperio Galáctico ni Alianza Rebelde; ahora es el Primer Orden contra la Resistencia, que es comandada por la general Leia Organa, luchando aún contra el lado oscuro de la Fuerza, en representación de un ente que aún no se conoce pero es maestro de Kylo Ren, porque entre los Sith siempre habrá dos, ni más, ni menos, siempre un maestro y un aprendiz. Pero nadie sabe dónde está Luke, desapareció en el exilio, derrotado por no haber podido restaurar la orden de los Jedi y traicionado por uno de sus alumnos que fue seducido por el lado oscuro; precisamente su sobrino, inspirado por la leyenda de su abuelo Anakin, mejor conocido como Darth Vader.

Esta historia, que la mayoría conocerá e irá a ver aunque se las cuenten por el simple hecho de que es visualmente atractiva, es un dramón loco que ya quisiera haber escrito Eurípides, Sófocles, Shakespeare, Pinter o Juan Osorio para producirla con unas nalgonas actuando una tragedia familiar que tiene todos los elementos para seducir a cualquiera, adentrándolo a un mundo en el que todo se resuelve a espadazos.

Sí, podrán decir que es un fusil del episodio IV, pero ese es el encanto, que se respeta el universo creado por George Lucas y que, como en la vida real, la historia tiende a repetirse pero en distintas formas; es un pase de estafeta a una nueva generación en la misma realidad, en la que muchos quisiéramos vivir porque en la que existimos nuestra vida es intrascendente. Quienes la tenían y la querían ver, para este momento ya la vieron. Y si durará dos meses en cartelera es porque la verán (veremos) 15 veces más, junto a los que no la tienen como su prioridad pero terminarán adorándola. Los que no, que no estén mamando; ¡déjenos ser!

¡Chá!

martes, 15 de diciembre de 2015

La hora na...

Nunca ese vestigio del antiguo régimen priista había molestado tanto a tanta gente como el domingo pasado. ‘La Hora Nacional’, el programa radiofónico que por decreto debe pasar en todas las estaciones los domingos a partir de las diez de la noche, que fue diseñado en el siglo pasado para replicar el discurso del partido en el poder y que funcionaba cuando no existía otra cosa que hacer más que oír el radio o temerle al ejército, interfirió esta vez con un interés más grande que cualquier fin político o mensaje social: la final del futbol mexicano.

Automáticamente uno le apagaba al iniciar la transmisión, de ahí el sobrenombre de ‘La hora na…’. A través de su historia cansó el contenido adoctrinante y con los años tuvo que cambiar su formato y sólo lo hizo peor. Ni echando mano de voces identificadas con la banda en estaciones como Radioactivo y Reactor lograron que alguien mostrara un mínimo de interés por lo que en los micrófonos del IMER se dijera y con lo ocurrido el domingo pasado se plantea la urgencia de eliminar esa fuga de capital federal.

Mientras en el Estadio Olímpico Universitario se desarrollaba uno de los partidos más emocionantes en la historia de las finales, con unos Pumas levantándose de un marcador de 3 a 0 y los Tigres acorralados salvándose de milagro para acabar en una ronda de penales cardiacos, en todos los cuadrantes hubo una deliciosa receta de gallina en nogada veracruzana, conversaciones apasionantes sobre el cultivo de flor nochebuena, enfermedades respiratorias y un fotógrafo que habla por un medio en el que no se puede apreciar su trabajo.

Yo, como miles de automovilistas más, queríamos agarrar a putazos a la pobre de la Reclu, que qué culpa tiene ella, por la impotencia de no poder escuchar la narración en vivo del encuentro que se fue a tiempos extras y la posterior definición desde el manchón, sólo porque el alargue tuvo la mala fortuna de quedar entre las diez y las once de la noche. Aceleré y aceleré para llegar a mi casa y poder ver algo, aunque sea el festejo, mientras checaba en Twitter el avance del juego con el peligro de atropellar a alguien o matarme yo mismo, lo cual es una irresponsabilidad de parte de un gobierno imbécil y totalitario.

¡Chá!


domingo, 13 de diciembre de 2015

¡Virgencita plis!

Sin nada más que hacer que desgastarme las cutículas escarbando la epidermis de mi escroto, consciente de que ya estoy bien pinche marrano por ir a hacer guacamole con el culo todos los días a una oficina por turnos de hasta 14 horas y harto de la programación del Netflix, sentí como un vientecito coqueto me sopló en el rostro haciendo volar mis largas matas sebosas y lo interpreté como una inequívoca señal divina para hacer periodismo mamalón.

Tomé mi bicicleta de 50 mil varos, como la que le robaron al embajador alemán el otro día, esa que hasta quemacocos y rayaquesos trae integrado y me dije a mí mismo: ¡chinguesumadre vámonos a La Villa!, porque era viernes 12 de diciembre y los milagros son posibles, porque si alguien podía sacarme del hartazgo de mi vida esa era la Virgen de Guadalupe, esa que concede deseos a cambio de sangre en las rodillas y el humo de millones de cohetes tronando en el cielo.

Una mochila con agua, cámara, un suéter y una playera limpia fue todo lo que cargué antes de lanzarme al suicidio guadalupano. Y así salí de mi colonia, me integré a una avenida principal en la que había decenas de personas caminando con cuadros a sus espaldas, caravanas de ciclistas y camiones repletos de fieles ansiosos por llegar a agradecerle cosas que su capacidad individual no pudo lograr.

Me sentía muy nalga rebasando ñeros bicitaxistas en mi súper rila de aluminio ligero y elementos de competencia, cuando como a las cinco cuadras sentí cómo un leve ardor que se incrementaba subió de mis pantorrillas a los muslos, al tiempo que un sudor espeso bajaba de mi frente y nublaba mi visión, obligándome a bajar la velocidad considerablemente.

Dos cuadras después, mi culo estaba totalmente reventado por el esfuerzo y el roce del asiento, diseñado para las firmes nalgas de un ciclista experimentado y no para mi trasero desparramado con forma del sofá en el que voy a tirar mi vida en los días de asueto. Parado con la lengua de fuera de las ganas de guacarear, determiné que la Vírgen de Guadalupe ni es tan milagrosa ni yo tan creyente, porque además qué chingá iba yo a hacer rodeado de tanto mugroso-tlaxcalteca-culero con los que, aparte, debería pasar la noche y despertar cantando las mañanitas.

Por eso me regresé a mi sala a seguir viendo algo que seguramente me mató neuronas y unos cuantos espermatozoides.

¡Chá!

jueves, 10 de diciembre de 2015

El merol ni es tan merol

Rodeados de metaleros de lacias melenas sedosas, que ya las quisiera una modelo rusa para un comercial de champú, mi valedor el Panchito y yo llegamos muy nalgas al Centro Dinámico Pegaso el sábado pasado a hacerle a la mamada en un festival de rock satánico en mi troca levantaperras. En medio de ese baldío por el que un hijodesupinchemadre cobraba de a cien varos el estacionamiento, de huevos bajé las ventanas para que todos esos camisasnegrasconcalaverasestampadas escucharan mi poderoso estéreo sonando al ritmo de ‘Querida’ de Juan Gabriel.

Yo esperaba encender los ánimos como policía federal fotografiando niños afuera de una primaria en Tláhuac, que nos bajaran a putazos, voltearan el vehículo y le prendieran fuego para rostizarnos en las flamas y luego ofrecer nuestras tripas a Satanás o Eddie, el mono que sale en los discos de Iron Maiden… pero nel, nomás unos como que se voltearon sacados de onda, lo tomaron a broma y siguieron su camino, mientras uno que otro hizo la señal de cuernitos en la mano, porque de seguro son juangabrieleros de clóset.

A pesar de sus pulseras con picos, playeras con estampado de calacas y caras de melapelas, los metaleros son los más ñoños de todos los públicos. Hace un par de años, cuando vino Justin Bieber, las chavitas que lo estaban esperando afuera de su hotel en Polanco madrearon a unos granaderos en su intento de pasar a verlo; los ñeros del Vive Latino son como anarquistas de las marchas del dos de octubre y hasta los fresotas y aspirantes a fresotas del Corona Capital han dado portazo, pero los merol son como buena onda, se forman y esperan sin hacerla de pedo, sacan la lengua pero ni el eslam arman, se quedan en su lugar moviendo la piojera sintiéndose hijos del anticristo.

Lo mejor de estos güeyes es que sí van a ver el espectáculo, porque no sacan sus teléfonos para grabar lo que esté en el escenario para nunca verlo después. Tampoco cantan porque saben que para eso pagaron por ver a un güey que lo hace bien arriba de la tarima, y porque al chile esos pinches gruñidos pueden destruir gargantas no entrenadas.

¡Chá!


martes, 8 de diciembre de 2015

Fin de año, reinicio de esta madre

Cuando de repente volteas y ves al de mantenimiento, ese al que le hablas cuando el aire acondicionado ya te está dando neumonía, bailando lambada con las manos empotradas a las nalgas de la ruca del aseo, esa que te limpia el escritorio después de comer tlacoyos de chicharrón sobre él, sabes que tu vida vale madres y lo que sigue es que te dé cáncer en el culo por ser un maldito Godínez que vive sentado frente a una computadora que se traba hasta con el juego del Solitario.

Así son las fiestas de fin de año de la oficina: la confirmación de que tu universo está delimitado por la nómina y que tus posibilidades de diversión son tan amplias como el horario que marca en la tarjeta de asistencia. El hecho de tenerte que divertir con las mismas personas con las que compartes turnos de por lo menos ocho horas en un espacio cerrado en el que la vida se va poco a poco es tan triste como el hecho de que además hay gente que lo disfruta, que espera esa época del año con ansias porque es la única oportunidad que tiene de salir de la monotonía, sin saber que esos de los que está rodeado son los causantes de ésta.

Invariablemente todas esas reuniones acaban convirtiéndose en una especie de boda callejera de barrio pobre, con sus rolas choteadas y dinámicas de fiesta infantil, desde el Payaso de Rodeo hasta la línea de Disco Samba con el jefe hasta enfrente, dándose sus baños de pueblo sabiendo que la cercanía con él provocará en sus subordinados, por no decirles “pinches gatos”, una falsa ilusión de igualdad y trabajo en equipo, sin mencionar que es una oportunidad para embriagar a la sabrosa cotizada de contabilidad para convertirse en el error del que a la mañana siguiente se arrepentirá y en la próxima reunión todavía causará uno que otro asco.

Es esa época del año en el que se organizan intercambios con regalos de no más de 300 pesos, cuando bien les va, en las que revivo este puto blog para no volverme loco y meterme un tiro.

¡Chá!